La caída de Austria produjo en mi vida un cambio que en un principio consideré insignificante y puramente formal; perdí mi pasaporte austríaco y tuve que pedir a las autoridades británicas un documento sustitutivo, un pasaporte de apátrida. En mis sueños cosmopolitas me había imaginado muchas veces cuán espléndido y conforme a mis sentimientos sería vivir sin Estado, no estar obligado a ningún país y, por tanto, pertenecer a todos sin distinción. Pero una vez más tuve que reconocer cuán imperfecta es la fantasía humana y hasta qué punto no comprendemos las sensaciones más importantes hasta que no las hemos vivido nosotros mismos. No fue hasta el instante en que fui admitido en un despacho oficial inglés, después de una larga espera en una antesala sentado en el banco de los solicitantes, cuando comprendí lo que significaba el cambio de mi pasaporte en un papel para extranjeros. Más aún cuando hasta entonces había tenido derecho a un pasaporte austríaco. Cualquier funcionario austríaco del consulado o de la policía tenía la obligación de extendérmelo como a un ciudadano de pleno derecho. En cambio, el documento de extranjero que me dieron los ingleses tuve que pedirlo. Era un favor, pero un favor que me podían retirar en cualquier momento. De la noche a la mañana había descendido un peldaño más. Ayer todavía era un huésped extranjero y, en cierto modo, un gentleman que gastaba allí sus ingresos internacionales y pagaba sus impuestos, y hoy me había convertido en un emigrado, un “refugiado”. De ahora en adelante debía solicitar cualquier visado extranjero en aquella hoja de papel, porque en todos los países desconfiaban de aquella “clase” de hombres, de los cuales, de repente, yo formaba parte: hombres privados de derechos y sin patria, a los que, en caso de necesidad, no se los puede expulsar y devolver a su país, si se convierten en una carga o permanecen allí demasiado tiempo. Y tuve que recordar las palabras que un exiliado ruso me había dicho años atrás: “Antes el hombre sólo tenía cuerpo y alma. Ahora, además, necesita un pasaporte, de lo contrario no se le trata como a un hombre”.
Antes de 1914, la Tierra era de todos. Todo el mundo iba a donde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada. No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios; las mismas fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaba más que líneas simbólicas que se cruzaban con despreocupación. Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo, y el primer fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia: el odio o, por lo menos, el temor al extraño.