Se levantó casi de noche y, mientras se vestía, pudo escuchar cómo su madre preparaba el desayuno. Comió pan en silencio y luego, con la mejilla apoyada contra su pelo, mientras la besaba, supo que aquella separación sería tan larga y dura como la muerte, puesto que su madre no sabía escribir. Ya en el camino se dio la vuelta y vio los postigos cerrados de su habitación. La calle empinada lo llevó hacia la panadería donde su hermano mayor horneaba el pan para todo el pueblo. Desde la muerte de su padre se había hecho cargo del local, que no daba casi ni para comer. El olor le dio el aroma de la despedida, pero no entró a decirle adiós a su hermano.
La noche anterior casi no había dormido. Por primera vez había tenido a su novia Anastazja entre los brazos, se habían dado cita detrás de la tahona, aprovechando el silencio del pueblo para abrazarse. Allí le prometió que la mandaría a llamar, y ella le dijo que sería su esposa; allí también le juró que nunca besaría a otra mujer.
No se olvida un olor, como no se olvida un tacto, no se olvida tampoco la última visión de las cosas, y esa memoria dolorosa protagoniza durante muchos años los sueños del emigrante. Sentado en el puente del barco, o mirando al mar, o intentando reconocer las constelaciones, repasaba las últimas escenas grabadas en su memoria. Casi puede dibujar a Ruth abrazando a su hermana Anastazja, ayudándola a tumbarse, llorosa, entre unas sábanas que él jamás compartió, separándole del rostro los largos mechones rubios y secándole las lágrimas. Piensa también en la soledad de Ruth cuando él consiga trabajo y Anastazja se reúna con él en América, imagina a su madre cenando sola, la mesa con sus libros, imagina, por fin, el pueblo entero sin él.
Por las noches sueña con Anastazja y con América. América, y la Estatua de la Libertad con su antorcha en la mano, América, y los altos edificios, las calles asfaltadas, el afán de los vehículos, los hombres trajeados. América, el idioma incomprensible, los vecinos desconocidos, el encuentro con el hermano de su padre, el trabajo en su panadería, la búsqueda de una cama y de una mesa donde colocar la manta que le había regalado su madre y el retrato de la muchacha. Nadie en la embarcación habla yiddish o polaco, de modo que Jan solo puede comunicarse a través de gestos y de un aprendizaje rudimentario del baile. El viaje le parece monótono, desmesurado el tiempo que tardan en cruzar el océano Atlántico. Para matar el aburrimiento, vuelve a Anastazja, al tacto tibio de su cuerpo, a su imagen en la ventana. Luego relee la última postal de su tío: «Verás la Estatua de la Libertad plantada sobre el río Hudson. Luego sonará la sirena del barco. Bajarás al muelle y te reconoceré».
Una mañana, suena la sirena. El barco enciende las luces y comienza a rodear un amplio estuario más grande que todos los campos de cebada que jamás haya visto; se acerca a un puerto donde dormitan orgullosos transatlánticos y laboriosos cargueros. Con el aire del amanecer dándole en la cara, comienza su ansiedad. Pero allí no hay estatua, ni río Hudson, ni ciudad con rascacielos al fondo, solo un cartel inmenso e incomprensible, un gigantesco puente de hierro, un paisaje plano como el mar, un amanecer sangriento, un muelle alborozado en el que la gente se abraza. Solo, con su maleta, siente ansiedad, luego indecisión, por fin un cansancio terrible que llena de somnolencia las horas de espera y, cuando el muelle se queda desierto, acepta su destino y comienza a andar. Tardará mucho aún en comprender que viajar a América puede querer decir llegar a Nueva York, pero también llegar a Buenos Aires.