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Antes de que anochezca

Extraído de 'Antes de que anochezca', 1992. Narrado por Marcel Quesada

Reinaldo Arenas, Cuba, 1943 - Estados Unidos, 1990

Me obligaron a caminar delante de ellos para comprobar si era loca o no; había allí unas psicólogas. Pasé la prueba y el teniente le gritó a otro militar: «A este me lo mandas directo». Aquello quería decir que no tenía que pasar por ningún otro tipo de investigación política. Tuve que firmar un documento que decía que me iba del país por problemas personales, porque era una persona indigna de vivir en una Revolución tan maravillosa como aquella. Me dieron un número y dijeron que no me moviera de la casa. El policía me dijo: «Ahora ya sabes; si vas a dar una fiesta «de perchero», tienes que darla en tu casa, porque, si cuando te llega la salida no estás, pierdes la oportunidad». Creo que hasta aquel mismo policía hubiera estado encantado de ir a aquella fiesta de perchero imaginaria que decía iba yo a dar en mi casa.

Mi salida se había tramitado a nivel de barrio, de estación de policía, y todavía los mecanismos de persecución no estaban tan sofisticados en Cuba desde el punto de vista técnico. Por eso pude salir sin que la Seguridad del Estado se enterara; salí como una loca más, no como un escritor.

Después de una semana sin poder dormir, encerrado en un cuarto donde el calor era insoportable, una noche en que por fin me quedé dormido, tocaron a mi puerta: «Levántate, que te llegó la salida. Sabíamos que san Lázaro te iba a ayudar». Bajé en pijama corriendo y, efectivamente, en la puerta del edificio había un policía que me preguntó si yo era Reinaldo Arenas; yo le contesté que sí, lo más bajo que pude, y me dijo que tenía treinta minutos para estar listo y presentarme para salir del país en un lugar llamado Cuatro Ruedas.

Era muy difícil llegar entonces a Cuatro Ruedas en media hora, pero pasó una guagua y yo le dije al chofer que tenía la salida y que, si llegaba en menos de media hora a Cuatro Ruedas, le regalaba una cadena de oro. El chofer puso la guagua a toda velocidad y sin parar en ninguna parada, y llegué a tiempo. Allí me despedí corriendo de Fernando, el padre de Lázaro, y corriendo llegué al lugar donde esperaba un militar, le entregué mi libreta y allí mismo me dieron un pasaporte y un salvoconducto que decía que yo era uno de los exiliados en la embajada del Perú.

Antes de entrar en la zona donde ya todo el mundo estaba aprobado para abandonar el país, había que hacer una larga cola y entregarle el pasaporte a un agente de la Seguridad del Estado, que chequeaba nuestros nombres en un inmenso libro; allí aparecían las personas que no podían abandonar el país y yo estaba aterrado. Rápidamente, le pedí una pluma a alguien y, como mi pasaporte había sido hecho a mano y la e de mi apellido Arenas estaba cerrada, la convertí en una i y pasé a ser Reinaldo Arinas y por ese nombre me buscó el oficial en el libro; jamás me encontró.

Antes de montar en los barcos nos habían distribuido en distintas naves: en una estaban todos los locos, en la otra los asesinos y delincuentes más terribles, en la otra las putas y los homosexuales, y en la otra los jóvenes agentes de la Seguridad del Estado que serían infiltrados en Estados Unidos. A medida que nos iban montando en los barcos, los iban rellenando con personas sacadas de los diferentes grupos.

También hay que tener en cuenta que por aquel éxodo salimos ciento treinta y cinco mil personas de Cuba; la mayoría de las cuales eran personas que, como yo, lo que querían era vivir en un mundo libre y trabajar y recuperar su humanidad perdida.