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La ignorancia

Extraído de 'La Ignorancia' (2000). Narrado por Tereza Hruskova

Milan Kundera. Chequia, 1929 - Francia, 2023

En mis primeras semanas como emigrante tenía sueños extraños: en uno me encuentro en un avión que cambia de dirección y aterriza en un aeropuerto desconocido; unos hombres de uniforme y armados me esperan al final de la pasarela; con la frente bañada en un sudor frío, reconozco que es la policía checa. En otro sueño, me paseo por una pequeña ciudad de Francia cuando veo un curioso grupo de mujeres que, cada una con su jarra de cerveza en la mano, corren hacia mí, me interpelan en checo, ríen con malintencionada cordialidad, y, horrorizada, me doy cuenta de que estoy en Praga, empiezo a gritar y me despierto.

Más adelante, en una conversación con una amiga polaca también emigrada, comprendí que todos los emigrados teníamos esos sueños, todos sin excepción; miles de emigrantes soñaban, a lo largo de la misma noche y con incontables variantes, el mismo sueño. El sueño de la emigración: uno de los fenómenos más extraños de la segunda mitad del siglo XX.

Esos sueños-pesadilla me parecían misteriosos porque, al mismo tiempo que los tenía, sufría de una indomable nostalgia y vivía otra experiencia del todo contraria: durante el día se me aparecían dos paisajes de mi país. No se trataba de una ensoñación, larga y consciente, voluntaria, sino de otra cosa: en cualquier momento, brusca y rápidamente, se encendían en mi cabeza paisajes que se esfumaban poco después. Mientras hablaba con mi jefe, veía de pronto, como en un relámpago, un camino que atravesaba un campo. Entre los empujones de un vagón de metro, en una fracción de segundo surgía de repente ante mí, por ejemplo, un pequeño paseo de un barrio arbolado de Praga. Estas imágenes fugaces me visitaban durante todo el día para calmar la falta de mi Bohemia perdida.

Así, el día se iluminaba con la belleza del país abandonado; la noche, con el horror a regresar. El día me mostraba el paraíso perdido; la noche, el infierno del que había huido.

Después de que mi madre viniera a visitarme desde Praga, ya sola en casa, un día miré largamente los tejados, la diversidad de las chimeneas con sus formas caprichosas, esa flora parisina que desde hacía mucho tiempo había reemplazado para mí el verdor de los jardines checos, y caí entonces en la cuenta de cuán feliz era en París. Siempre me había parecido evidente que mi emigración había sido una desgracia. Pero en aquel instante me pregunté si no sería más bien la ilusión de una desgracia, una ilusión sugerida por la forma en que todo el mundo percibe al emigrante. ¿Acaso estaba viendo mi propia vida según el manual de instrucciones que otros me habían puesto entre las manos? Y me dije entonces que mi emigración, aunque impuesta desde el exterior, contra mi voluntad, había sido tal vez, sin que yo misma lo supiera, la mejor salida a mi vida. Las implacables fuerzas de la Historia que habían atentado contra mi libertad habían acabado haciéndome realmente libre.