Aún no me hacía cargo de la derrota. La había sentido un momento en las primeras noches en Salses, aquel pueblo de Francia cerca de Perpiñán. Sentí el cambio de mi situación en el mundo por algo nimio, como suelen revelarse las grandes cosas. Sentí miedo al oír unos pasos que subían la escalera del hotel, pensando que fuesen los gendarmes para pedirme la documentación. Y no eran más que unos jóvenes alegres que viajaban camino de París, como yo misma había cruzado tantas veces carreteras, caminos, ciudades o pueblos, a la llegada del amanecer, desconociendo la angustia que dormía en alguna alcoba cerrada. Y aquel miedo y aquella distancia que sentí me separaba de esos jóvenes, y me dio la medida del cambio de mi situación más que el haber atravesado la frontera de Francia en medio de aquella multitud inmensa…
Pero ahora, ya sola en el cuarto del hotel, entonces sí. Supe que me había desgajado para siempre de aquella multitud de la que formaba parte; me había desgajado para siempre; había vuelto, volvía a ser yo, otra vez, a estar «aquí», a solas conmigo misma. Pero aún quedaba un vínculo: mi marido, en el Ejército; nunca dudé de que saliera indemne, ileso; sabía que nada le pasaría y le había esperado. Y así llegó unos días después. Había pasado la frontera con sus tropas sólo seis horas antes de que llegaran hasta su raya «ellos». Había ido todo bien; había entregado el material de guerra a dos oficiales del ejército francés que estaban allí para eso, se había despedido de sus soldados uno por uno y ahora estaba aquí. Alguien le dijo que me había visto en aquel pueblo. «Y ahora me imagino que el Gobierno nos llevará a Valencia. Tengo que informarme mañana». Le miré en silencio: «Bien, pero ponte este traje de paisano que te he traído».
Cuando llamó, minutos más tarde, volvió al cuarto y me tendió su uniforme doblado: «Guárdalo sin limpiarlo». Volvió la cabeza a otro lado: «Porque ya sé que no me lo pondré más»… Más tarde sentimos aquellos pasos que resultaron ser de unos amables viajeros que se tomaban unas horas de descanso camino de París, como nosotros habíamos hecho tantas veces; subir las escaleras de un pequeño hotel haciendo alto en un viaje, en una excursión, subir las escaleras de un hotel sin imaginar que nuestros pasos sobresaltan a alguien que es diferente, aunque vivan en los mismos hoteles, tomen los mismos trenes y los mismos barcos. Éramos ya diferentes. Tuvimos esa revelación: no éramos iguales a los demás, ya no éramos ciudadanos de ningún país, éramos… exiliados, desterrados, refugiados… algo diferente que suscitaría aquello que provocaban en la Edad Media algunos seres «sagrados»; respeto, simpatía, piedad, horror, repulsión, atracción, en fin… eso, algo diferente. Vencidos que no han muerto, que no han tenido la discreción de morirse… supervivientes.