Después de la guerra, entre 1947 y 1948, a los italianos que todavía estábamos en Fiume se nos obligó a elegir: teníamos que decidir entre adoptar la ciudadanía yugoslava o abandonar el país. Mi familia optó por Italia y sufrió un año de marginación y de persecuciones. Fuimos desalojados de nuestro piso y obligados a vivir en una habitación con todas nuestras cosas amontonadas. Se vendieron casi todos los muebles en previsión del éxodo. Papá perdió su puesto de trabajo y, poco antes de partir, fue encarcelado por haber escondido dos maletas de un perseguido político que había intentado emigrar clandestinamente y que, al ser capturado, había dado su nombre. Con su habitual ingenuidad, papá se dejó coger con las manos en la masa.
La ciudad de Fiume se encontraba en la zona A del Territorio Libre de Trieste, constituido por las grandes potencias de la posguerra y dividido en dos partes. La zona A se le había asignado a la administración angloamericana, la zona B a la yugoslava. Fuimos acogidos enseguida como refugiados y enviados al campamento del Silos, donde ya habían sido alojados la tía Nina con su familia y los abuelos. Nuestras cosas —alguna manta, una mesa y algunas sillas, los colchones que no se habían vendido y unos arcones que contenían la ropa blanca, los libros de papá y nuestros vestidos— llegaban tiempo más tarde. En ese momento no teníamos literalmente nada. El tío Alberto y el tío Vittorio, uno desde Venecia y el otro desde Como, se reunieron con nosotros al día siguiente y decidieron llevarse a las dos sobrinas. Mi hermana partió con el tío Vittorio, yo con el tío Alberto.
Si la vida de cada uno de nosotros está hecha de largas temporadas en las que nada parece suceder, separadas por imprevistas, desconcertantes fracturas, mi primera temporada terminó bruscamente aquel día de verano con la diáspora de mi familia. La niña que partió de Fiume llegó a Trieste hecha ya una adolescente.