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Desencajada

Extraído de Desencajada, 2020. Narrado por Maiia Kosynova

Margaryta Yakovenko, Ucrania, 1992

Tengo siete años y estoy con mi madre en un andén. Esperamos de pie, no nos sentamos. Los bancos están tan helados que el hielo nos desgarraría la lana de los abrigos. Creo que mi madre no está triste pero prefiere no hablarme. Yo no me callo. Pego saltitos de un pie a otro mientras ella repasa el contenido de su bolso una y otra vez. Le pregunto a qué hora llegará el tren. Mi madre me dice que me esté quieta. Cierra de nuevo el bolso y me coge de la mano para que deje de saltar. Con la otra mano agarra un macuto con ruedas con todas nuestras cosas. Lleva un abrigo negro, casi hasta el suelo, y el pelo muy corto a lo garçon. Rubio. Sus ojos verdes están maquillados con rímel y una sombra marrón. Sus labios sin pintar. La nariz roja por el frío. Mi madre tiene veintisiete años y está abandonando su país con su hija de la mano. En el bolso lleva un pasaporte con un visado abierto por la embajada de España en Kiev. Hoy es 20 de diciembre de 1999.

El tren arranca con un movimiento brusco y empieza a coger velocidad mientras salimos de la estación y enfilamos el camino por los campos cubiertos de un blanco impoluto. Quiero decirle a mi madre lo bien que estaría correr por esa nieve pero cuando me giro para mirarla tiene una expresión extraña. Ahora sí que está triste. Mira por la ventana fijamente, pero sus ojos no enfocan nada en concreto, es como si sólo viera el cristal pero no lo que hay detrás. De pronto, quita con un movimiento brusco una lágrima que empezaba a escurrirse por una de sus mejillas. La imagen me parece tan violenta que desvío la mirada y yo también miro por la ventana. El hielo brillaba en las ramas y la nieve me llegaba hasta las rodillas el día que nos marchamos.

En aquella época era demasiado pequeña para entender nada de lo que ocurría. Solo sabía que cuando iba a un supermercado con mi madre no podía pedir nada. Ni dulces, ni chocolate, ni galletas. Solo sabía que si me caía corriendo en el colegio y me rompía los leotardos mi madre se enfadaría mucho. Una noche escuché a mis padres discutir en la cocina: «¿Es que no lo entiendes? No podemos seguir así.» El que habla es mi padre. Mi madre no contesta. Mi padre vuelve a decir: «Yo también llevo sin cobrar seis meses, no sé si lo recuerdas, y tampoco voy a ver cómo os morís de hambre Dasha y tú». Mi madre vuelve a callar. Detrás de la puerta yo empiezo a llorar en silencio. No entiendo la mitad de la conversación pero sé que no quiero que mi padre se vaya a Europa, sea ese el lugar que sea.

Lo que tampoco sabía entonces era que mi madre no quería irse. Todo había sido idea de mi padre, que se fue un año y un mes antes que nosotras. Supongo que ese debería ser el principio: mi padre emigrando en 1998 a España con la promesa de que volvería al año siguiente con tanto dinero que podríamos comprar una casa nueva y un coche. Luego, mi padre llamando a mi madre un día de primavera y rompiendo esa promesa a 3.500 kilómetros de distancia. Mi madre enfadada durante días. La familia de mi madre diciéndole que debía acatar lo que dijera su marido. La familia de mi padre gritándole en la cocina que no tenía derecho a dejar a su hija huérfana de padre por un capricho. Como si quedarte en tu hogar fuera la loca ocurrencia de una egoísta histérica. Como si ella lo hubiera obligado a irse. Y de pronto, mi madre yendo a Kiev a tramitarnos un visado. Mi madre despidiéndose de sus compañeras de consulta en el hospital donde trabajaba desde que nací. Mi madre metiendo nuestras cosas en un macuto con ruedas y yendo a la estación de tren para empezar un viaje que para mí era aventura y para ella destierro. Ninguna de las dos lo elegimos.