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El olvido que seremos

Extraído de El olvido que seremos, 2017. Narrado por William Arunategui

Héctor Abad Faciolince, Colombia, 1958

A finales de noviembre de 1987, tres meses después de que mataran a mi papá, a la salida de un acto en el recinto de la Asamblea de Antioquia, mi mamá tuvo la certeza de que me iban a matar, y me cubrió con el cuerpo. Dos tipos con mochila caminaban rápidamente hacia nosotros; ella se interpuso y se quedó quieta, mirándolos a los ojos. Los tipos se desviaron. Yo no sé si querían hacer algo, pero la verdad es que a los dos se nos enfrió la sangre. Esa noche, en el acto de reconstitución del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia, hablamos cuatro personas. […]

Como representante de la familia hablé yo. Yo no quería entrar a ese Comité y de hecho mi discurso fue un parte de derrota. Recuerdo fragmentos de mi discurso:

«No creo que la valentía -dije- sea una cualidad que se transmita genéticamente y ni siquiera, lo que es todavía peor, que se enseñe con el ejemplo. Tampoco creo que el optimismo se herede ni se aprenda. Prueba de esto es que quien les habla, el hijo de un hombre valiente y optimista, está lleno de miedo y rebosa pesimismo. Voy a hablar, pues, sin dar ningún estímulo a los que quieren seguir esta batalla, para mí, perdida.

»Ustedes están aquí porque tienen el valor que tuvo mi padre y porque no sufren ni la desesperanza ni el desarraigo de su hijo. En ustedes reconozco algo que quise y quiero de mi padre, algo que admiro profundamente, pero que no he sido capaz de reproducir en mí mismo y mucho menos de imitar. Ustedes tienen la razón de su parte y por esto mismo les deseo todos los éxitos, aunque mi deseo no pueda ser, como quisiera, un vaticinio. Estoy aquí tan sólo porque fui testigo cercano de una vida buena y porque quiero dejar testimonio de mi dolor y de mi rabia por la forma en que nos arrancaron esa vida. Un dolor sin atenuantes y una rabia sin expectativas. Un dolor que no pide ni busca consuelo y una rabia que no aspira a la venganza. No creo que mis palabras derrotistas puedan tener ningún efecto positivo. Les hablo con una inercia que refleja el pesimismo de la razón y también el pesimismo de la acción. Éste es un parte de derrota. Sería inútil decirles que en mi familia sentimos que hemos perdido una batalla. Qué va. Nosotros sentimos que perdimos la guerra.

»Es necesario desterrar un lugar común sobre nuestra actual situación de violencia política.Este lugar común es el que afirma que la actual violencia política que padecemos en Colombia es ciega e insensata. ¿Vivimos una violencia amorfa, indiscriminada, loca? Todo lo contrario. El actual recurso al asesinato es metódico, organizado, racional. Es más, si hacemos un retrato ideológico de las víctimas pasadas podemos ir delineando el rostro preciso de las futuras víctimas. Y sorprendernos, quizá, con nuestra propia cara».

Tengo que decir que a todos los que hablaron aquella noche (Vélez, Santamaría, Gónima), menos a mí, los mataron. Y tengo que decir que al nuevo presidente que reemplazó a Luis Fernando Vélez en el mismo Comité, Jesús María Valle, también lo mataron.

El 18 de diciembre de 1987, cuando apareció por Robledo el cadáver de Luis Fernando Vélez, yo supe que me tenía que ir del país si no quería correr una suerte parecida.