Mi nombre no me predestinaba a enfrentarme a las tormentas en alta mar y menos aún a compartir chamizo en un campo de refugiados de Malasia con una anciana que se pasó un mes llorando, día y noche, sin explicarnos quiénes eran los catorce pequeños que la acompañaban. Hubo que esperar a la comida de despedida, la víspera de nuestra partida hacia Canadá, para que nos contase de repente su travesía. Había visto con sus propios ojos cómo le cortaban el cuello a su hijo por atreverse a saltar sobre el pirata que estaba violando a su mujer embarazada. Aquella madre se desmayó cuando arrojaron al mar a su hijo y a su nuera. No sabía qué había ocurrido después. Sólo recordaba haberse despertado bajo un montón de cuerpos, con los llantos de los niños que habían sobrevivido. Cuando las palabras comenzaron a rozar los labios descoloridos de aquella mujer que parecía un fantasma, mi madre me echó de la cabaña con el fin de proteger la inocencia de mis ocho años. Su gesto era inútil porque las paredes eran de arpillera. De todos modos, se oían historias parecidas alrededor del pozo, en medio del polvo, durante la noche, por todo el campo.
Cuando llegamos acababan de marcharse las delegaciones francesa y australiana. Nadie podía informarnos de cuándo volverían ni de cuándo pasarían las delegaciones procedentes de otros países. Era evidente que ningún refugiado vietnamita proyectaba vivir mucho tiempo en aquel campo. Pero las tareas cotidianas nos enraizaban en aquellas tierras cálidas y hostiles. Aparecían nuevas costumbres: los niños se reunían al crepúsculo alrededor de una palmera para jugar a las canicas que les había regalado uno de los guardias malayos; las nuevas parejas se escapaban tras las gruesas rocas de la colina; los artistas esculpían sobre los restos de los naufragios. En aquel universo aislado del campo de refugiados, bastaba el menor vínculo para entablar una amistad. Dos compañeras de clase se convertían en hermanas, dos oriundos de la misma ciudad se ayudaban como primos, dos huérfanos formaban una familia.
La delegación canadiense fue la primera en recibirnos. Mi madre enseñaba matemáticas en francés a los niños y lengua francesa a los adultos. Tuvo la suerte de que la invitasen en calidad de intérprete de las delegaciones francófonas durante las sesiones de selección. No sabía que la delegación canadiense ofrecía a los intérpretes la posibilidad de inmigrar. Como formábamos parte de la primera gran ola de refugiados vietnamitas que recibió Canadá, no nos había llegado ninguna información sobre ese país, que nos parecía invernal los doce meses del año. Mi madre nos aseguraba que tener raíces de Ðà Lat nos ayudaría a aclimatarnos al frío, y me contaba que Papá Noel vivía en el Polo Norte, muy cerca de Canadá.