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El Apicultor de Alepo

Extraído de El Apicultor de Alepo, 2020. Narrado por Ahmad Alhamsho

Christy Lefteri, Reino Unido, 1980

Nos disponíamos a marcharnos de Alepo cuando Firas desapareció y tuvimos que quedarnos a esperarlo. Mi primo casi no hablaba, no podía dejar de darle vueltas a las cosas e imaginar todo tipo de situaciones. De vez en cuando se le ocurría algún sitio donde podría estar su hijo. «Lo mismo ha ido a buscar a uno de sus amigos, Nuri» o «A lo mejor no está preparado para abandonar la ciudad y por eso se ha escondido, para que nos quedemos aquí» o «¿Y si está muerto, Nuri? Puede que mi hijo esté muerto».

Teníamos el equipaje preparado y estábamos listos para salir, pero pasaron muchos días y muchas noches, y el chico no aparecía. Mustafá se puso a trabajar en un depósito de cadáveres instalado en un edificio abandonado donde registraba minuciosamente los detalles y la causa de la muerte: balas, metralla, explosiones. Se me hacía raro, la verdad, verlo trabajar bajo techo, lejos del sol y de sus abejas.Trabajaba sin parar apuntando en un cuaderno negro los detalles de las muertes con un lápiz muy gastado.

Los cadáveres que llevaban alguna identificación le facilitaban la tarea, pero otras veces tenía que anotar cualquier rasgo identificativo, como el color del pelo o los ojos, la forma de la nariz o un lunar en la mejilla izquierda. Mustafá estuvo ocupado con la identificación hasta el día de invierno que le llevé el cuerpo de su hijo, había aparecido en el río.

Lo reconocí entre los muchos otros cuerpos que estaban tendidos sobre las losas del patio de la escuela. Pedí a unos hombres que tenían coche que me ayudaran a llevarlo al depósito. Cuando Mustafá lo vio… nos pidió que lo pusiéramos sobre la mesa. A continuación, le cerró los ojos y se quedó junto a él largo rato, inmóvil, sujetándole la mano.

Yo aguardé junto a la puerta mientras los otros se marchaban, oí el sonido del motor, el coche que arrancaba y se alejaba, y, después, el silencio, denso; la luz entraba por la ventana situada justo encima de la mesa en la que estaba Firas con Mustafá a su lado, sosteniéndole la mano.

Durante un buen rato no se oyó nada, ni una bomba, ni un pájaro, ni una respiración. Mustafá se retiró entonces de la mesa, se puso las gafas y afiló cuidadosamente el lápiz con una navaja antes de sentarse en su escritorio. Abrió el cuaderno negro y escribió: Nombre: Mi precioso hijo. Causa de la muerte: Este mundo destruido. Aquella noche fue la última vez que anotó el nombre de los muertos. Y justo una semana más tarde, mataron a Sami.