No le dije a nadie que me marchaba. Kadi y Musa estaban al corriente de lo de Bambo, pero esperé hasta el último momento para decirles que me marchaba con él. Con el ceño fruncido, Musa me preguntó si lo sabía mi madre, si tenía dinero y si era consciente que corría un grave peligro. Decía que el plan no estaba bien atado y era demasiado improvisado. Quizá tenía razón, pero el pesimismo de los que están demasiado cansados para irse no me importaba: no era yo el primer joven que se lanzaba por una cabezonería.
Estás ahí, con las manos vacías, harto de pasar fatigas y de esperar algo que, lo sabes muy bien, no llegará nunca si no vas a buscarlo. Así que un día te espabilas y pruebas suerte diciéndote que si sale rana siempre estarás a tiempo de volver. Bambo Sané era del mismo pueblo que yo, pero como era mayor, nunca tuvimos mucho trato. Se hospedaba en casa de Kadi y le contaba a todo el mundo que Costa de Marfil era jauja. Según se había informado, para llegar allí, había que pasar por Malí, porque en Guinea los caminos eran peligrosos. Nunca se me olvidará esa tarde que pasamos hablando en voz baja, imaginando un viaje bueno y bonito… y soñando con una nueva vida. Esa noche, sin que le costase mucho, me convenció para que me fuese con él. Incluso atrasó su salida para dejarme vender unas cuantas cunas y mesitas de noche que había fabricado en mi tiempo libre. En una semana, instalado en la esquina de una calle concurrida, logré vender toda mi mercancía y saqué el equivalente de setenta euros: suficiente para ir tirando, o eso pensaba.
Emprendimos el camino el 17 de septiembre del 2002. Pasé aquella noche en la playa con los compañeros del taller y luego con mi novia, Awa. Cuando nos separamos quería quedar para la semana siguiente y le dije que no, no me atrevía a decirle que estaba a punto de abandonar el país. Le sentó mal, pero me despedí bromeando para despistarla. En ese momento no sabía que tardaría siete años en volver a verla, y que en ese intervalo ella ya se habría casado.
Kadi y Musa me acompañaron a la estación. Pese a no ver mi huída con buenos ojos, Kadi respetaba mi decisión. Sabía que no era un tonto y que era lo bastante mayor para decidir a dónde encaminar mis pasos. Ella prefería que hubiese avisado a mi madre y mis tías del pueblo, además de a mi tío Mamadú, con el que yo vivía.
Bambo llegó con retraso y Kadi estaba mosqueadísima: «Para ser un hombre que va a emprender un viaje tan largo, tu compadre no parece muy de fiar» me dijo. A mí me daba igual, estaba totalmente decidido a hacerlo, con él o sin él. En cuanto llegué a Malí, lejos de los míos, sentí por primera vez la nostalgia, pero esa mañana me marché con alegría en el corazón: iba a cumplir veinte años y mi aventura acababa de empezar.